La Ley de Competencia Desleal permite actuar contra las imitaciones en determinadas circunstancias: cuando las creaciones estén amparadas por un derecho de exclusiva, haya riesgo de asociación o comporten un aprovechamiento indebido de la reputación o el esfuerzo ajeno, siendo algo evitable.
En los tiempos en los que vivimos, en los que todo parece estar inventado, son muchas las empresas que comienzan a aplicarse el ya conocido dicho: reinventarse o morir. Pero, ¿y si para ello ponen la vista en la apariencia externa de los productos más icónicos de la competencia, versionan sus características más singulares y los lanzan al mercado como propios?, ¿los imitados que no hayan registrado sus diseños quedan totalmente desamparados o pueden acudir a otros mecanismos legales para perseguir estas conductas?
Como se verá, más allá de la protección otorgada por la figura del diseño comunitario, registrado y no registrado, en determinadas circunstancias puede resultar de aplicación la normativa relativa a la competencia desleal y, en particular, el artículo 11 de dicho texto legal, que regula los actos de imitación.
Decimos “en determinadas circunstancias” porque la Ley 3/1991, de 10 de enero, de Competencia Desleal (LCD), más que dirigirse a prohibir esta práctica, tiende a fomentarla, estableciendo como regla general que la imitación de prestaciones e iniciativas empresariales ajenas es libre. No obstante, este “principio de libre imitación” no es absoluto y encuentra sus límites (i) en los casos en que las creaciones estén amparadas por un derecho de exclusiva y (ii) en aquellas conductas que generan riesgo de asociación en relación al origen empresarial o comportan un aprovechamiento indebido de la reputación o el esfuerzo ajeno, siempre y cuando sean evitables.
Sabiendo ahora que, con carácter general, imitar no es malo y tampoco está prohibido, vamos a analizar los requisitos que deben concurrir para que una forma que no esté amparada por un derecho de exclusiva pueda ser protegida en virtud de la LCD:
- Existencia de una imitación (copia de un elemento esencial): los productos imitados deben tener singularidad competitiva e implantación suficiente en el mercado. Se deberá probar que el producto original (i) tiene elementos que lo diferencian respecto del resto de productos de la misma naturaleza y (ii) goza del necesario grado de penetración en el mercado (inversión publicitaria, éxito comercial, difusión, cuota de mercado, etc.). Es decir, debe probarse que no se ha imitado un producto más de los existentes en el mercado, sino un producto que, en su campo, tenga rasgos identificadores propios que lo distingan de otros.
En la práctica, encontramos supuestos en los que se ha declarado que productos industriales, como pueden ser pulverizadores de jardín (sentencia núm. 114/2009 de la Audiencia Provincial de Madrid, Sección 28ª, de 8 de mayo de 2009) o aparatos de fitness (sentencia núm. 546/2012 del Tribunal de Marca Comunitaria, de 28 de diciembre de 2012) gozan de singularidad competitiva por presentar rasgos diferenciales que los distinguen suficientemente de otras prestaciones de igual naturaleza.
Sin embargo, se ha considerado que productos que quizá pudieran ser más conocidos por el público destinatario, como es el bolso Le Pliage de Longchamp (sentencia núm. 52/2012 de la Audiencia Provincial de Barcelona, Sección 15ª, de 10 de febrero de 2012) o la pulsera de Pandora (sentencia núm. 209/2011 de la Audiencia Provincial de Barcelona, Sección 15ª, de 2 de mayo de 2011), carecen de dicha singularidad competitiva. En el primer caso, por falta de prueba –aunque años más tarde se le reconoció el carácter de obra protegida por la propiedad intelectual (sentencia núm. 401/2017 de la Audiencia Provincial de Madrid, Sección 28ª, de 15 de septiembre de 2017)–, y en el segundo, por la existencia de numerosos competidores que comercializan ese tipo de pulseras, lo que llevó a la Audiencia Provincial a concluir que este tipo de diseño “no es algo singular de Pandora”.
- Riesgo de asociación o aprovechamiento indebido de la reputación o el esfuerzo ajeno. En este caso, se exige (i) que la imitación sea idónea para producir una errónea creencia en el destinatario de que la prestación imitadora procede de la misma fuente empresarial que la prestación original (o de empresas vinculadas jurídica o económicamente) o (ii) que el imitador se beneficie para sí de la reputación lograda por la fama y prestigio del producto originario o del esfuerzo ajeno del pionero (por ejemplo, empleando medios técnicos que permitan la multiplicación del original a bajo coste e impidiendo al empresario imitado la amortización de los costes de producción).
- Evitabilidad de dichas conductas. Por último, debe probarse que la similitud entre los productos era evitable, por ejemplo, al no venir impuesta por sus necesidades funcionales, al no ser imprescindible en la fabricación de los productos, al gozar los competidores de un amplio margen de variación y creatividad (dentro de lo que sea comercialmente razonable a la vista de la tendencia del mercado), etc. Se trata, en definitiva, de no castigar aquellos supuestos en los que la imitación es inevitable.
Conclusión: si somos capaces de probar la existencia de estos tres requisitos (ardua tarea en según qué circunstancias), podremos accionar frente a terceros que copien de manera desleal nuestros productos, aun cuando no hayamos registrado su apariencia externa como diseño industrial. Por otro lado, si lo que queremos es lanzar un producto que se inspira en otros ya existentes, es necesario valorar los riesgos asociados con un experto para determinar si hemos cruzado, o no, esa delgada línea que hace que decaiga el principio de libre imitabilidad de las prestaciones e iniciativas empresariales ajenas.
Gina Navarro
Departamento Propiedad Intelectual e Industrial de Garrigues